jueves, 29 de noviembre de 2012

¡oh platko, platko / tú tan lejos de hungría!



Llovía en Santander aquella tarde. Las camisetas pegadas al cuerpo, los largos calzones pegados a los muslos aumentaban el esfuerzo y la intensidad con la que se disputaba la final de la Copa del Rey. Era un 28 de mayo de1928. Franz Platko bajo los palos. Walter y Mas forman la defensa azulgrana de dos. Guzmán, Castillo, Carulla los medio centros, y una delantera formada por cinco hombres, Piera, Sastre, Arocha, Forns, Parera y Samitier. Un planteamiento impensable para el más valiente de los entrenadores actuales. Arrillaga, Zaldúa. Labarta Arizcorreta, Bienzobas, Mariscal, “Cholín”, “Kiriki” y Yurrita formaban el once donostiarra. El partido resultó muy igualado, con alternancias en el domino del juego y en las ocasiones. No hubo goles en el primer tiempo. En la segunda parte, el FC Barcelona se adelantaría en el minuto 53 con un gol de Samitier. 30 minutos exactos tardaría Mariscal en empatar el encuentro. El resultado ya no se movería hasta el final de la prórroga. Un segundo partido debería disputarse para el desempate, según el reglamento de la época.
 
Allí fuí con Cossío”, escribe Rafael Alberti en el primer volumen de su Arboleda Perdida (Alianza Editorial, vol I, p 294). Un partido brutal, el Cantábrico al fondo, entre vascos y catalanes. Se jugaba al fútbol, pero también al nacionalismo. La violencia por parte de los vascos era inusitada. Platko, un gigantesco guardameta húngaro, defendía como un toro el arco catalán. Hubo heridos, culetazos de la Guardia Civil y carreras del público. En un momento desesperado, Platko fue acometido tan furiosamente por los del real que quedó ensangrentado, sin sentido, a pocos metros de su puesto, pero con el balón entre los brazos. En medio de ovaciones y gritos de protesta, fue levantado en hombros por los suyos y sacado del campo., cundiendo el desánimo entre sus filas al ser sustituido por otro.
Ese otro era Ramón Llorens.
 
El mismo Alberti escribiría en su Oda a Platko:
(…) Nadie se olvida, Platko
Volvió su espalda el cielo.
Camisetas azules y granas flamearon,
apagadas, sin viento
El mar, vueltos los ojos,
se tumbó y nada dijo.
Sangrando en los ojales,
sangrando por ti, Platko,
por tu sangre de Hungría,
sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto
temieron las insignias. (...)

Sigue Alberti recordando qué sucedió durante aquellos largos 90 minutos: “Mas cuando ya el partido estaba tocando a su fin, apareció de nuevo Platko, vendada la cabeza, fuerte y hermoso, decidido a dejarse matar. La reacción del Barcelona fue instantánea. A los pocos segundos, el gol de la victoria penetró por el arco del Real, que abandonó la cancha entre la ira de muchos y los desilusionados aplausos de sus partidarios. Por la noche, en el hotel, nos reunimos con los catalanes. Se entonó “Els Segadors” y se ondearon banderines separatistas. Y una persona que nos había acompañado a Cossío y a mí durante el partido, cantó, con verdadero encanto y maestría, tangos argentinos. Era Carlos Gardel.

Rafael Alberti comete, a pesar de su excelente relato, algún error de precisión. En su memoria se confunden el dramatismo de la violencia en el terreno de juego con la supuesta épica de una remontada azulgrana. Le bailan las fechas y algunos detalles. El gaditano omite en sus memorias que fueron necesarios tres partidos para poder decidir qué equipo sería el campeón definitivo. Según los datos oficiales consultados de la época, confunde el resultado final del partido con la remontada del segundo y la clara y definitiva victoria del Barcelona en el tercero.

Así, el 22 de mayo se celebraría un segundo partido de desempate ya con Ramón Llorens en la portería y Platko en la grada, recuperándose del fuerte golpe en la cabeza al evitar un gol cantado de la Real Sociedad. En el mismo escenario de El Sardinero, Kiriki adelanta a los donostiarras en el 32 de la primera. En el segundo tiempo, transcurrido el minuto 69, Piera daba el empate al FC Barcelona y forzaba, al llegar con el mismo resultado al final de la prórroga, un tercer en encuentro. Había sido un duro partido, con dos expulsados, Guzmán del Barcelona y Cholín de la Real. Varias semanas tardarían en ponerse de acuerdo en el lugar y hora de la tercera y definitiva fecha.

Una crónica basada en fuentes de la época sobre ese tercer partido nos relata:
Se decidió que el encuentro final debería de jugarse el 29 de junio en la misma sede de los otros dos encuentros. Así el día acordado amaneció con un cielo despejado y una muy buena temperatura que se mantendría durante todo el día. El campo mostraba una muy buena entrada que rozaba el lleno. Al igual que con el tiempo el partido discurrió de manera distinta a los anteriores. Los conatos de juego duro y violento fueron cortados desde el principio por el árbitro y, aunque expulsó a Carulla y Mariscal por agresión mutua (65´), el partido en general discurrió por otro derroteros. Además también fue diferente en lo concerniente a la igualdad, ya que para cuando el colegiado había pitado el fin de la primera mitad, el encuentro marchaba ya con un claro 3 a 1 (1-0 Samitier (8') 1-1 Zaldúa (16') 2-1 Arocha (21') y 3-1 Sastre (25') para el Barça, resultado que se mantendría inalterado hasta el final del encuentro.

No dudo que Alberti estuviera aquella noche con la hinchada catalana observando aquella manifestación de Patria y Deporte. Me pregunto cómo pudieron celebrar la victoria antes del segundo y tercer partido, o si Alberti no se quedó al final del partido y confundió quizás una manifiestación patriótica de unos cuantos con las reservas calladas de los jugadores y directivos; y mi imaginación osada desea un relato sonoro de aquél acontecimiento, con Gardel cantando en catalán, haciendo estallar el delirio en la noche santanderina. Quizás Buñuel grabándolo todo y escribiendo cartas con envidias a Dalí.
 
Nadie sabe por qué tampoco se ha resuelto el misterio del poema que con aquella misma fecha titulara Jorge Luis Borges el relato de las últimas horas de un suicida:

Poema Mayo 20. 1928.
Ahora es invulnerable como los dioses.
Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.

Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.
Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.
Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.
Así, lo creo, sucedieron las cosa
Como díjo el bueno de Johan : Fútbol es fútbol.


Manuel Futbolaguirre (poeta)
 
Fuentes:
La arboleda perdida,1 Primero y Segundo libros (1902-1931). Rafael Albert. Alianza Editorial.

 http://obarbarie.blogspot.com.es/2012/11/oh-platko-platko-platko-tu-tan-lejos-de.html

pepe

lunes, 19 de noviembre de 2012

también el corazón de boris vian era una rosa enferma



También el corazón de Boris Vian era una rosa enferma.
Venia cada noche a nuestras largas sobremesas, porque nos conocía muy bien
como el cuchillo de eviscerar conoce el intersticio de luz
en el vientre del pescado,
también Vian conocía la teología de los peces
y de los centauros y de las bicicletas, porque fue él
quien le dejó la moneda a Rimbaud cuando se le cayó su primer diente de leche.
Es cierto, Boris, quién conoce su corazón está enfermo
pero también el que arroja su tristeza en la boca del pescado,
como una moneda de hielo dentro de una valija de fuego,
o los que tienen el oscuro oficio de sacrificar a los caballos heridos.
Sí Boris, tuvimos amigos y heridas y amigos heridos,
quizá ahora pueblen los jardines que crecen
en esos mismos corazones que se negaban a bombear la sangre de los que fuimos
sí también tuvimos padres
y un nombre que preferimos olvidar a cada instante.
Ahora que te conozco bien, ya no compartimos nada
y si nos encontramos algún día en el mercado o quizás en la parada de bus,
es casi un milagro, eso que compartimos ahora que estamos juntos
y que ya no necesitamos el uno del otro
porque después del segundo suicido o del tercero,
es mejor acostúmbranos al oficio de sacrificar a los pobres caballos heridos,
a las rosas enfermas.


Nilton Santiago.  "La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad" 
II Premio Interbacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro

pepe

lunes, 12 de noviembre de 2012

salvar a perec





Para cuando terminen el montaje, ya estaré muerto, confiesa mientras te sientas junto a su cama, en su habitación del hospital de Ivry-sur-Seine. Se ha incorporado para seguir en TF1 un reportaje sobre una estación espacial que, aunque incompleta, orbita ya en torno a la Tierra. Las imágenes en blanco y negro, las líneas horizontales y temblorosas con las que se conforma la figura de un astronauta que, muy lentamente, como si fuera un insecto de otro mundo, transporta una antena, no consiguen imponerse al rostro de Perec reflejado en el cristal del televisor. Te sorprenden el tamaño de sus orejas y las verrugas de sus mejillas, acentuadas por la delgadez, la forma redondeada que ha cobrado su cabeza desde que faltan en ella las habituales y canosas melena y perilla, marca de la casa.

Fíjese, te dice mientras te estrecha la mano, me hubiera gustado escribir ciencia ficción. Perec y la ciencia ficción, el alma y la tecnología, ¿se imagina? Lo sé, confiesas; se lo escuché a usted en una entrevista radiofónica; es una de las treinta y siete cosas que usted querría hacer antes de morir. La número treinta, para ser exacto. Perec ríe, pero la risa es interrumpida por una tos vehemente. Da la impresión de que su caja torácica estuviera a punto de romperse. Apartas el rostro en muestra de respeto y devuelves los ojos a la pantalla del televisor, donde, muy despacio, y entre nieve e interferencias, el astronauta acopla la antena a un módulo de la estación. ¿Sabe que alrededor nuestro hay un cinturón de chatarra tecnológica? Basura espacial, dice una vez recupera el resuello, piezas de cohetes y de satélites, restos de pintura, tuercas, ese tipo de cosas. Luego señala al televisor; van demasiado lentos, dice apuntando a los astronautas. No podré ver la estación terminada. Tampoco podré terminar mi novela.

Pero al decirlo, y aunque la señala con el dedo, no mira la pantalla sino el cristal de la ventana a su derecha como si por él, en lugar de simples gotas de lluvia, corrieran las más vibrantes energías de la historia de la humanidad, los hilos de las moiras, la fe infantil perdida. Perec mira el cristal como si buscara en él una experiencia completa y cabal del tiempo, y a ti te parece que hay una paradoja en ello: el autor que con más talento ha retratado los espacios tiene ahora que enfrentarse a las servidumbres del tiempo y a la principal de todas ellas, el agotamiento de su plazo aquí, en el mundo.
 
Para rescatarlo de su abstracción, le entregas tus presentes. Traes bajo el brazo un cartón de Gauloises que los médicos no le permitirán fumar. Traes una bolsa con cuartillas, bolígrafos, una revista de crucigramas, un ejemplar de Les choses para que te lo dedique. Él traza una sonrisa pícara al ver el cartón de cigarrillos: mataría por fumar uno de estos, te dice. Para eso los has traído: no son un regalo, son un soborno.

Luego devuelve la mirada a la ventana como si quisiera apartar la tentación o acaso rastrear, de nuevo, el curso de las gotas de lluvia, auténticas partículas de tiempo que se deslizan con tanta morosidad que hacen pensar en la vida eterna. Junto a ella, y próximo al teléfono mural, hay un cuadro que encaja a la perfección con un párrafo de La vida: instrucciones de uso, un paisaje marítimo con una perdiz en primer término, «encaramada a la rama de un árbol seco, cuyo tronco retorcido y atormentado surge de una masa de rocas que se ensanchan formando una cala espumeante».

Supones que la imaginación de Perec habrá transitado ese paisaje cientos de veces desde su ingreso hospitalario. Mirar. Inventariar. Describir. Poner a salvo del tiempo. No es bueno morir aquí, tan lejos del mar, te dice. Te pregunta cómo has conseguido colarte; en recepción tuviste que mentir asegurando que eras familiar de Georges Perec. A su manera, esta afirmación es cierta. Eres lector de Perec, esas son tus credenciales, ese es tu grado de consanguinidad. Pero intenta explicarlo en recepción. E intenta explicarles que has venido a salvar a Perec.

Cómo puede morir alguien como él, alguien que ha dedicado su existencia a registrar hasta las cosas más insignificantes, alguien que, al consignarlas, ha querido poner a salvo hasta el último billete de metro, hasta el último paquete de Gauloises que arrugó y tiró a la papelera, el ticket de cada película que viajó desde el bolsillo de su abrigo hasta el cubo de basura. Yo también escribo, confiesas algo turbado. He venido por eso: el tabaco es solo un soborno. Tomo notas. Pongo las cosas a salvo. Porque escribir es eso, ¿no? Escribir ¿no es una manera de ponerlo todo a salvo, de colocar cada cosa a una altura, como en estantes? No, eso es el lenguaje, el lenguaje en general, responde con una voz ronca y cansada. El lenguaje es espacio. Y el espacio es presente. Inventariar las cosas las pone a salvo del tiempo, las vuelve a todas contemporáneas, las coloca en la misma línea. En un aquí y ahora. Hic et nunc.

Luego hace una pausa y sonríe, como si le avergonzara haber picado en alguna suerte de trampa. Conque a salvo del tiempo..., ironiza. Y tú te preguntas si la inmortalidad no será, simplemente, un juego de palabras. Pero no te atreves a formular esta nueva cuestión en voz alta. El silencio incómodo es roto por la irrupción de una enfermera que revisa otro instrumento para medir el tiempo: la botella del suero intravenoso. Le toma la tensión al paciente, le coloca un termómetro. Le pregunta si está todo bien. No responde. Perec sigue contemplando el cristal, como si no estuvierais. La enfermedad, piensas, es un monólogo.

Tampoco le presta atención a los regalos. Vive encapsulado en el tiempo que le queda. Te cuenta que por las noches apenas consigue dormir. Escenifica para ti las posiciones del insomnio, cómo se abraza a la almohada como si fuera un tronco en un río, cómo busca después alguna parte de la cama que no esté ya tibia, y es, dice, como buscar una latitud sin exploradores, una latitud que ningún pie humano hubiera hollado con anterioridad. Imposible. Apenas un minuto y la sábana ya tiene la huella, la maldición tibia del cuerpo. No quedan territorios vírgenes en esta cama, dice.

Te explica cómo vuelve otra vez al tronco de su río, a su almohada, pero entonces ya no es el tacto de la sábana lo que le molesta, lo que le hace sudar, sino el de un muslo con otro muslo. Tenderse boca arriba para abrir las piernas, y entonces la incomodidad de la nuca, incompatible también con el sueño. Hay cuatro posibilidades: espalda o pecho, un costado u otro. Hay cuatro direcciones en el insomnio. Alternarlas durante horas sin pensar en el cuerpo. Porque el cuerpo es inteligente y, si sabe que estás pensando en él, su sensibilidad se agudiza, las molestias y la temperatura, el pulso y los latidos del corazón. Un hombre que no duerme.

Luego se incorpora, tose, camina encorvado hasta el televisor arrastrando la percha del suero y enredando la sonda en su brazo. Te levantas y lo acompañas por si fuera necesaria tu ayuda. Él gira el potenciómetro y apaga el aparato de televisión, y queda un punto blanco en el centro de la pantalla -morir ¿será algo parecido?-. Toma un bolígrafo y te firma tu ejemplar de Les choses. Luego abre su taquilla y rebusca algo en los bolsillos de su gabardina. Caen de ellos papeles, envoltorios de caramelos, un lápiz. Para haber dedicado su existencia a consignar por escrito los objetos cotidianos, Perec no es un hombre muy organizado. Sus bolsillos son un galimatías de billetes de metro arrugados, monedas, viejos tickets de compra, el forro de plástico de una cajetilla ya gastada.

El orden supremo no es el de las cosas, sino el de las ideas, dices en voz alta. Pero él no presta oído a tu consideración. 

El orden que Perec ha conquistado es el orden del negro sobre blanco. Ha puesto muchas cosas por escrito y todas ellas le sobrevivirán. Así consideradas las obras, como restos de un salvamento, el escritor es un puro anacronismo, pues las palabras sobreviven, mientras que todas las gramáticas, las estructuras que ha aprendido a lo largo de la existencia, las películas que ha visto y que viven en alguna de las circunvoluciones de su cerebro, todo ello está abocado a desaparecer. Su conciencia será la obra inacabada de una vida. Tal vez por eso Perec ha escogido escribir una obra inacabable, una obra que puede acumularse como se acumulan los palés de los almacenes de mercancías y que, con independencia de la fecha de su muerte, estará tan inconclusa, o tan terminada, como lo puede estar una torre de latas de conservas. Solo así puede uno marcharse de este mundo con la sensación de misión cumplida. Sin nostalgia.

Finalmente da con la que buscaba en el abrigo: un encendedor. Y después celebra el hallazgo, en un arrebato que te toma por sorpresa, bailando un momento con la percha del suero como si la percha fuera una mujer invisible. Es un paso sencillo, un pequeño giro de talón seguido por el giro de las ruedas de la percha, pero también un instante mágico y una broma descarada en las inmediaciones de la muerte, rebosante de dignidad, y es también un flanco por el que puedes entrar a su espíritu. Te armas de valor. He visto que hay una mesa de ping-pong junto a la planta de psiquiatría, le dices. Sé de buena tinta que le gusta el ping-pong. ¿Quiere que juguemos una partida?, y él te mira espantado. ¿Jugar al...?, ¿ha perdido usted el juicio? Si apenas puedo dar tres pasos. Y camina, lentamente, de vuelta a su cama, arrastrando tras de sí la percha del suero. Parece que toda la energía disponible para hoy ya ha sido invertida.

Tras quitarse la bata, colgarla en una silla, meterse en la cama de nuevo, comprueba, perplejo, que sigues allí, de pie junto al teléfono mural y al cuadro del paisaje marítimo. Bien, dice mientras se recuesta, ya le he firmado su ejemplar. Ahora puede marcharse, y te da la espalda. No, mejor quédese, dice volviéndose de repente. Si vuelve la enfermera, dígale que el cigarrillo es suyo, dice abriendo el cartón de Gauloises. ¿No será usted el psiquiatra? ¿Perdón? El psiquiatra del hospital.

Te cuenta, mientras retira el precinto de una de las cajetillas, que acudióa la consulta de un psicoanalista hace muchos años. Pero que está seguro de que aquello no llegó a proporcionarle ninguna liberación. La psiquiatría no sirve para nada, te dice. Yo me tumbaba y hablaba, suspira. Pero hablar es solo hablar, nada más. No, no soy el psiquiatra, respondes. Te percatas de que la flaqueza, la palidez, el cráneo afeitado, subrayan su casi imperceptible estrabismo. ¿Es este el mismo hombre que escribió Las cosas, La vida: instrucciones de uso, La desaparición...

Yo hablaba y hablaba tumbado en el diván y, mientras lo hacía, examinaba las pequeñas grietas, las molduras, las manchas, un insecto aplastado, el polvo de la lámpara. Y mi pensamiento podía entonces detenerse en aquellas pequeñas cosas sin miedo, sin el sentimiento de que era tiempo desperdiciado, energía desperdiciada. Pero ahora no puedo, te dice haciendo girar un cigarrillo entre sus dedos. Para un moribundo, el tiempo no significa lo mismo. Es una posesión que no se puede dilapidar y todo, absolutamente todo, cuenta. Incluso los pensamientos y los recuerdos en los que valdrá la pena detenerse y los que no. Le repites que no eres el psiquiatra del hospital, que solo eres un lector. Bien; entonces, ¿qué es lo que quiere usted?
 
Tengo coche, ¿sabe? Bueno, no es mío, aclaras; he alquilado un Peugeot para venir desde París. Tenemos cigarrillos, tenemos cuartillas, tenemos bolígrafos, tenemos una revista de crucigramas, tenemos gasolina —Ha perdido usted el juicio—.

Le explicas que en nueve o diez horas podríais llegar a la Provenza, y que, cerca de la frontera con Suiza, hay un pueblecito llamado Sainte-Agnès, que es el más alto de Francia, y que, además, se asoma al Mediterráneo, y que, por lo tanto, allí se respira el aire más fresco de Francia. Sin detenerse son diez u once horas de trayecto —Está usted loco—, un paisaje asombroso, parcelas cultivadas y parcelas en barbecho, viñedos, la geometría verde y amarilla de la agricultura, el sol en lo alto, rodeado de nubes como una moneda en una caja de algodón, maquinaria agrícola, vacas, châteaux rehabilitados que, de manera esporádica, aparecen a un lado y otro de la carretera —completamente loco—, y, al fin, los Alpes, al fondo, la humedad del Mediterráneo próximo, las casitas como si colgaran del aire, asomadas al verde, callejuelas de suelo y escaleras empedrados, tiempo para escribir, tiempo para ganarle tiempo al tiempo, un viaje de purificación, una quijotesca y última aventura, mientras los astronautas, a varias millas de nuestras cabezas, colocan las últimas piezas de esa estación espacial que usted no verá terminada —Definitivamente: deberíamos llamar al psiquiatra del hospital—. Y, además, le dices, se puede fumar en mi coche.

Y entonces Perec se queda congelado, como si el tiempo contuviera la respiración, y después rompe a reír, rompe a reír a carcajada limpia; los dos lo hacéis; los dos reís sin saber muy bien por qué, para qué, y te preguntas si no será esta la forma suprema de la risa, la forma suprema de la comunicación, limpia, perfecta.
 
En route! Te dice mientras lo acomodas en el asiento del copiloto, le pones el cinturón de seguridad, una bufanda...

Mario Cuenca Sandoval

pepe

josef koudelka


viernes, 9 de noviembre de 2012

la corista y yo


Una de esas noches fue cuando la conocí. Del salón, en el ángulo oscuro, se me revelaron sus incontestables curvas y el brillo violeta de sus ojeras. Se me acercó fumando un cigarrillo turco y echando hábilmente el humo por su boca en forma de órbitas concéntricas. Ella iba de azul, los alemanes iban de gris y yo llevaba un casual traje de lino blanco y un sombrero panamá que, francamente, me quedaban muy bien. Hubo una corta presentación en que nos intercambiamos las tarjetas y un largo interrogar de miradas. Entonces le dije que ése no era sitio para ella, princesa, y que mejor salir fuera a caminar. Y salimos a caminar a los bosques de Viena en otoño.
 
Caminamos lentamente y hablamos de Ray Bradbury y de Philip K. Dick, al compás de la hojarasca que crepitaba, sinfónica, bajo el punteo distraído de los tacones de sus botines negros. Ya llevábamos caminando varias semanas por los bosques de Viena en otoño, cuando tomé sus manos y le dije que tal vez sería buena idea ir en busca de alguna alcoba para ejercer mutuamente la posesión de nuestros cuerpos. Le dije también que yo, hombre muy leído, conocía un sinfín de posturas amatorias con las que ella nunca había soñado siquiera. Ella me contestó que sí, que las conocía de sobra las tales posturas, pero que no podía ser mía. Y me confesó su gran secreto. Me refirió que ella era, en el fondo, un androide creado por el malvado Giorgie Dann, científico loco que fabricaba autómatas en forma de mujer y las esclavizaba, obligándolas a bailar en bikini en torno a una barbacoa, de acuerdo con un arcano ritual para dominar el mundo. 

Ella, sin embargo, había logrado romper su programa y se había fugado. Pero tenía que regresar a donde estaba Giorgie Dann, a su torre terrible de purpurina, para que le revelase de una vez el secreto de su existencia o, si no, matarlo y, de paso, salvar al mundo. Yo pensé entonces en lo injusto del mundo, en las singularidades del espacio-tiempo, y creí oportuno sacar mi violín de su estuche e interpretarle el primer movimiento del concierto que estaba escribiendo. Ella bailó tristemente para mí, sobre la hojarasca, bajo la ausente mirada de las estatuas de los reyes godos.
 
Luego seguimos caminando en silencio, y llegamos al Café Gijón, donde servían ya el desayuno. Yo sabía que había un avión que calentaba sus motores ahí fuera, para arrebatarla de mí. Le pedí que no tomara ese avión. Ella no articuló más palabras, tan sólo mojaba, gravemente, pensativa, la magdalena en el café.
 
Fuera, los dioses llegaban ya cabalgando desde el oriente, furiosos y vengativos, y traían la aurora del último día en el mundo, enrojecida de sangre, como una bombona de butano.
Cuando aparté la mirada del cristal, reparé en que estaba solo, con mi sombrero panamá.

Juan Manuel Macías. Las diosas y las nubes.
 

pepe 

在空中的气球



pepe

martes, 6 de noviembre de 2012

lección de biología / iván humanes

 
 
Lección de biología
 
(e) Iván Humanes
(i) Daniel Madrid
 
Mis pequeños están locos como una tostadora General Electric D-12, siempre tan de carne y cera sangre, con su manía por carbonizarlo todo. Corren desnudos entre los arbustos. Son unos delicados ciervos del revés, monos con la piel para dentro. Y juegan a desaparecer. A veces la cabeza no está sobre sus hombros. Y yo les digo: miren a los leñadores, pequeños, miren cómo aplican el corte medido con sus sierras enormes, miren cómo le dan tajo a esos árboles que parecen faros, les digo yo. Aprovechan el movimiento como ustedes, hijos míos, lo cultivan. Así debe ser: primero un pie, luego el otro, más tarde las manos, las manos para más tarde, y tras ello la sierra en las rodillas, la carne apilada a un lado. Orden. Ante todo orden. Y la luz roja espera al final del túnel. Y es que, niñitos, los caníbales prefieren a los carecen de espina dorsal. 
 
Ella encerrada en un coche que tiene en verdad apariencia de alambres de espino y nieve nevada. Su meñique es botín, el derecho o el izquierdo. Y ya saben que es un elemento muy apreciado entre los generales. Es suave y recto, apunta a lo alto y es justicia. Su dedo más aún. El dedo de la prisionera de medias rotas es linealidad pura. Sonido de tambores en medio de la noche. Como la mente, laberinto y timbre de la puerta de casa a las cuatro y doce de la mañana y la policía haciendo preguntas. Disfruten. La prisionera, sí, es nuestra. El novio de la prisionera, sí, es nuestro. Él ya descansa debajo de sus pies, chicos, monitos pulcros, enormes liebres de campo. 
 
El novio yace deconstruido como un verdadero Jacques Derrida. Pero ustedes no han leído a Derrida, claro. No saben nada, son carne para nachos, cabeza de caballo y cola de cerdo. Yo sí. Su madre tiene estudios superiores, ¿quién lo diría? Y les puede dar clase desde la certeza. ¡Atención! ¡En fila! Observen lo que digo: el estacazo que han aplicado en el hombre de pelo rojo y ceniza en la camisa está lejos del golpeo mecánico de mano en el cogote de un conejo, a la antigua usanza. Perfeccionar el ¡clac! en cuello de hombre-conejo y listo. 
 
Y esos visitantes de nuestro bosque -él y ella que han venido aquí a eso de comer primero encima de una manta de cuadros para después follar encima, con migas y todo- han acabado con nuestra santa paciencia y paz de ramas y charcos y tenemos que marcar territorio. Decirles: ¡Ey, que estamos aquí, que ese corretear de niños tras los troncos que habéis temido éramos nosotros, que el ir y venir, y las risas, y ese sonido de golpeo en tambor hueco éramos nosotros, eran nuestras cabezas contra los árboles, las palmas chocando contra el suelo mojado, nosotros! 
 
Se trata de marcar el espacio propio, y también de abonar nuestra tierra, de fertilizar el terreno con sus cuerpos para que puedan jugar en este espacio de troncos inútiles sin nadie que amenace el verles (observador o leñador curioso con la mano rota o pareja que tiene el fuego y el pecado en intestino) y luego denunciar que hay unos cuerpos de unos niños pequeños colgados de un árbol, allá al fondo de la arboleda, y que ustedes en algún momento fueron mis diminutas marmotas, animales raros, insectos que bendicen e iluminan cuando llega la oscuridad y que quizás la madre fue la que hizo ¡crac-crac! y que luego también ¡pum! tiro y caput y que no sé qué y mierdas y esas basuras que se inventan. Mis pequeños monstruos. 
 
Tocad, tocad a la prisionera apresada en el maletero de ese coche. Hace años os traje aquí y os conduje al reino. Celebremos la confusión. Vengan a mi reino, hijos míos. Y aprendan la lección de hoy porque madre abrirá el libro de biología por la página sesenta y nueve y media y les enseñará sobre los invertebrados. Atiendan: los invertebrados carecen de columna vertebral y esqueleto interno vertebrado. Vean un ejemplo en la extracción que practicamos al señor. Se llevó un susto de muerte, sí, un susto de muerte. ¡No se rían, sapos! La zoología distingue entre los artrópodos y los no artrópodos. Tomen nota. No se despisten. Mis crustáceos. Queridos gorgojos. Bellos miriópodos. ¿Vieron cómo el hombre parecía un gusano tras la operación? Bravo. Son ustedes tan inteligentes, de una inteligencia tan elevada sobre Marte... Y avanzan tan a prisa... Son unos eternos de tomo y lomo. La nariz, los párpados y los dedos son estructuras que pueden ulcerar, mejor su eliminación. El rostro es intercambiable, pura apariencia. Entre infinito y cero. Ya lo han visto. 
 
Pero basta ya, pasemos a la siguiente lección, dejemos la teoría. Traigamos entonces a nuestra prisionera. El golpe debe ser seco y rasgado. Seco y rasgado. Tengan a bien siempre dejar sin conciencia a los insectos pues los gritos suelen ser molestos para el trabajo. El grito del invertebrado raspa cerebro, masa, interrumpe el estudio, es púa que espolea mollera. La miel no está hecha para el colmillo del asno. Y los artrópodos están cubiertos de un exoesqueleto continuo, pueden llamarlo cutícula. Su estómago se divide en tres partes: estomodeo, mesodeo y proctodeo. Y ella, como ya vieron, bien puede ser uno de los nuestros, tan de piel blanca y voz luminosa. Pongan todo su arte en el recorrido del paso de su cuerpo de mujer a artrópodo. Ella bailará para nosotros. Puede ayudarnos a aprender nuevas lecciones, es joven y valerosa. Un sujeto diferente a los demás. Primero, el golpe. Luego apartar el cabello de la cara. Más tarde rezar por su alma. Y luego convertirla, hacerla nuestra para siempre. Nuestra linda joven. Será la institutriz, sonrisas y lágrimas para todos ustedes. Recíbanla con sus juegos y sus saltos. Venga a nosotros su reino. Provoquen al invertebrado que lleva dentro, inside. Y no se olviden de enterrar los calcetines. Da buena suerte.
 
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– ¿Cómo cuánta sed tiene un licántropo? –preguntó ella una vez le hubieron liberado.

– ¿Cómo cuánto corre el león?– le dijo uno de los niños antes de agarrar el cuchillo–. ¿Cómo cuánto?– repitió.

Y no paró la pregunta hasta que la familia, hijos y madre, lograron, tras las incisiones oportunas, que ella se pusiera la cara de su novio sobre el rostro. Y la joven institutriz lo hizo después de ver el cuchillo demasiado cerca de los ojos, y aulló antes de caer de rodillas entre las ramas rotas y abrazar a esos pequeños. Luego pidió volver al maletero del coche y dormir el sueño de los insectos, sentir las hojas resbalando debajo de su cuerpo de ciempiés, libar metal.

–Y así celebraremos como debe celebrarse la ceremonia de la confusión –les dijo a sus ya pequeñas, diminutas, larvas para siempre.


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pepe