J. Edgar Hoover fue el primer director del FBI desde su creación, el 10 de mayo de 1924 hasta su muerte, en 1972. Durante 48 años sobrevivió a 8 presidentes de los Estados Unidos, algunos de los cuales intentaron destituirle sin lograrlo. Su paranoia anticomunista desarrollada frenéticamente ante el fantasma de un hipotético enemigo interior le llevó a construir un potente sistema de control e identificación de personas e instituciones –artesanal al principio, pero siempre eficaz- que bien podía hacer tambalear carreras políticas consolidadas: banqueros, empresarios, políticos, directores de periódicos, productores y estrellas de Hollywood serán objeto de su control apasionado y atadas por medio del chantaje y la extorsión.
En J. Edgar (2011, Imagine/Malpaso/Warner), Clint Eastwood, condensa en el primer tercio de un metraje largo (136 minutos) una espesa cantidad de vida y personaje: biopic de estilo con trasfondo de excesos retóricos. A primera vista hay personajes que se encuentran como en la caja del teatro y tropiezan de manera confusa en las esquinas de continuos flash-backs sin dar tiempo a colocar el atrezzo en su lugar.
Oscuridades. El
mundo en sepia, vira a interiores saturados forzándolos hasta componer un escenario
borrado para desatar la narración. Algo huye pero sin elipses. Un leit motiv lleno de legado,
epopeya, honor, heroísmo, presencia americana del gusto último del director. Reiterada
ocultación de algo más que detalles escabrosos sotto voce bajo varias capas
de látex en el rostro de un muñeco que habla.
Personalidad coriácea, puritana, obsesiva, dedicada a un alto destino, no se expone sino ahormada dentro del disfraz que acaba siendo la parte contratante del melodrama. Las intenciones -según declara el director- de no forzar las claves del relato sino de dejar abrir diferentes interpretaciones en el espectador sirven la tram(p)a -y no sólo por la forma usada- sino por el propio posicionamiento agazapado made in : tanto en lo que se refiere al destino de los personajes del contorno, deshilachados entre humo para brillo del único, como a la confusión de lo narrado con el sueño del protagonista, extático y unívoco, a pesar de todas las buenas intenciones del relato.
No se abre el foco: de lo
que se trata es de contemporizar. La forma, como suele, acaba por justificar sin pulso las agresivas
bambalinas por las que Hoover se paseó ejerciendo un poder absoluto, al activar por
vez primera los mecanismos de control político fascista que crearon escuela en el
país (McCarthy, Nixon). La fantasmal tarea del héroe adelantado a su tiempo. La losa del discurso fundiendo el hilo de una voz que rabia a su
pesar.
Una cierta prestancia de la mise en escène, más cerca de otras series de prestigio que del cine
oscuro que se pretende mostrar, ayuda a confundir y a confundirse en el
monólogo casi tragicómico de un policía abotargado y machacón. Ni
siquiera en el retrato de su vida íntima, en donde la película recae en su
tramo final puede verse un trasfondo de malestar social, alteración de la
vida, extrañeza o vacío. Al contario: la cursilería de algunas escenas roza lo
beatífico. En J. Edgar, Clint Eastwood va remachando su carrera con ese reiterativo tono crepuscular en diálogo de identificación decadente y permisiva con el ejercicio oculto de un verdadero estilo de poder.
Pepe
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