La
deixis y otros fantasmas del lenguaje
por ANA HIDALGO
No
habla, ni oculta, sino que hace señales
[Heráclito]
La
deixis no nombra sino que señala. Escribo
“aquí” pero "aquí" no es
una palabra sino una señal, un trazo, aquí, justo
aquí, casi sensación y pedido,
lo escrito. Entonces el otro ve mi cuerpo, ve la huella que dejaron los
pies,
ve la sombra proyectada en el suelo, ve lo que yo no puedo ver porque
yo no
puedo verme, y de esta manera el otro afirma qué es
“aquí”, en cuanto otro lo
afirma, puede afirmarlo, “tú”,
“eso”,
“a mí”. La deixis como resta, como lo
restado, hueco de lenguaje y doble de lenguaje, no es el habla donde
puedo
encontrarte sin encontrarte –ese habla de morfemas
desplegados–, sino que es el
habla donde tú puedes encontrarme sin encontrarme, lo
alcanzado
y las manos. Lo
que quiero decir es que nos amábamos a la manera de un
círculo, la circularidad
y el retorno del amor, se mira, se sabe, se olvida, y en esta
impersonalidad
nos uníamos. Sucedió con anterioridad porque la
deixis es
lo sucedido con
anterioridad, sustitución de lo ya nombrado, de lo ya
consabido,
de lo ya
vivido, sustitución y sin embargo nunca terminado de
nombrar,
saber, vivir. Sé
dónde es “aquí” pero de
ninguna manera
podré saberlo –yo
te amo.
A una y otra mano, allí
donde me
crecían las estrellas, lejos
de todos los
cielos, cerca
de todos los
cielos:
¡Cómo
se vela
allí! ¡Cómo
se nos abre
el mundo a
través
de nosotros!
Tú
estás
donde tu ojo
está, estás
arriba,
estás
abajo, yo
encuentro
salida.
Oh ese
centro errante, vacío,
hospitalario.
Separados,
te caigo en
suerte, me
caes en
suerte, uno del otro
caído,
vemos
a
través:
Lo
Mismo
nos ha
perdido, lo
Mismo
nos ha
olvidado, lo
Mismo
nos ha-
[Paul Celan]
La
deixis posee un contenido semántico evidente en el lenguaje
hablado. Si yo digo
"aquí", la persona que me oye interpretará
“aquí” como el lugar donde
ambos nos encontramos, claro de bosque, aquí es
aquí. De igual forma, en el
habla,
“allí” será el
lugar afuera, y “tú” y
“yo” nosotros
mismos. Sin embargo, en la
escritura, la
deixis aparece suelta, el
cuerpo común se ha desprendido y el contenido
semántico
es apenas un fantasma –el
lector encuentra la huella léxica pero no hay nadie
alrededor,
pequeña cavidad,
creo para comprender. Consciente de que el lenguaje es deixis,
Platón desconfiaba
de la escritura pues temía la malinterpretación
que la
separación entre autor y
lector pudiera ocasionar: Éste
es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura
como
de la pintura;
las producciones de este último arte parecen vivas, pero
interrógalas, y verás
que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos
escritos: al
oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles
alguna
explicación sobre el
objeto que contienen, y te responden siempre la misma cosa. Lo que una
vez está
escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia
a
aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, sin saber, por
consiguiente,
ni con quién debe hablar, ni con quién debe
callarse. El lenguaje
escrito,
heredero del temor de
Platón, intentó luchar
contra la deixis, desnudez de las referencias, y de esta manera
depositó junto
a cada huella un zapato, nacimiento de la morfología, los
nombres sexuados.
Pero no fue suficiente.
El
maná... el pueblo se diseminaba y lo recogía, y
luego lo
molía entre dos
piedras de molino, o lo pillaba con el almirez, lo cocía en
un
puchero y hacía
tortas. (...)
¿Cómo conciliar estos tres versículos?
A
los jóvenes les sabía a pan, a los viejos les
sabía a miel, y a los niños de
pecho les sabía a aceite.
[El Talmud]
La
deixis no se
resuelve mediante la suma de
morfemas. El problema no es que el lector no pueda preguntarle al autor
dónde
es aquí pues aunque pudiera
preguntarle
de poco serviría saber que
“aquí” es
“el pueblo donde nací” o que
“él”
era “un
hombre que conocí hace veinte años”, y
el problema
no es éste porque la deixis
no funciona así, no se resuelve así. La deixis no
es un
enigma lingüístico, no
es un crucigrama, sino que la deixis es una sensación, la
sensación hecha
palabra, sentir calor o frío, hambre, el tacto. De esta
manera
“aquello” nunca
será "aquella cosa" sino un roce inesperado en el brazo, lo
que
sentí
y equilibró la historia, inclinada hacia. El hermeneuta no
es el
que pregunta
al texto –yo
leía tumbada en
el suelo y
movía los labios. El hermeneuta es el que padece el texto,
bajo
espalda y
humedad, los climas húmedos de la costa:
“aquí” es mi ofrecimiento y
“él”
nuestro deseo.
Eso
está
cercano
pues
la sustancia
en mí que alienta
es
la misma
que
la otra de
las lejanías
[André
Du Bouchet]
La
poesía de André Du Bouchet es una
poesía
deíctica y lo es no sólo por la
presencia de palabras deícticas sino por el trato que todas
las
palabras reciben
en sus textos. La deixis por tanto puede residir en cualquier tipo de
palabra,
no sólo en los pronombres, también
en
las preposiciones y adverbios e incluso en las palabras con un lexema
fuerte
como es el caso de los sustantivos, los adjetivos y los verbos. Un
sustantivo
se desprenderá de la nitidez y concreción de su
lexema
cuando este sustantivo
sea tratado desde las sensaciones y la memoria anterior. Así
una
"montaña"
será deixis cuando deje de nombrar una montaña
concreta y
sea el recuerdo de otro,
otro quién, sombra proyectada sobre mi pecho y vientre. La
poesía de Du Bouchet
es una poesía de sensaciones térmicas: la estufa,
la
nieve depositándose sobre
la casa, el alimento transformándose sobre el fuego de la
sartén; y estas
sensaciones térmicas son la deixis, nunca conocido y sin
embargo
siempre
reconocido, vivifico a mis antepasados a través del sudor o
del
temblor de
invierno.
La
temperatura cálida de la comida
va
de una mano a otra mano
[Santôka
Taneda]
La
poesía oriental es esencialmente deíctica. El
idioma
chino es un idioma de
fantasmas en tanto que sus tiempos verbales carecen de morfemas de
número,
tiempo y modo; igualmente sus sustantivos y adjetivos tampoco poseen la
marca
de género ni de plural. El sentido abre sus
límites en el
idioma chino y una
palabra es lo posible y extenuado, vivencia de espejos, hablar es
formar parte
del mito. A nosotros nos podría parecer que un idioma
así
es excesivamente
ambiguo y lleno de equívocos o cómo se ha de leer
la
poesía. Todas las vidas: el
hermeneuta y su cuerpo inclinado, la espalda doblada, la
presión
sobre los
riñones. El hermeneuta con piedras sobre el
estómago,
homenaje: entre el signo
y la mano que señala, cómo y aguardaremos. La
inmanencia
del animal a la que se
refería Georges Bataille.
La deixis, desde su falta de concreción, desde su gesto efímero, se reproduce en la impersonalidad, tomando cauce en la boca del “se”, el “se” de “se habla”, “se dice”, “se piensa”, aquella línea trazada en el suelo entorno a la cual nos agruparíamos –y dios línea como materia línea. La impersonalidad no es la falta de visión sino el ojo en la nuca, la glándula pineal cartesiana o más ojos en las rodillas, ojos en la planta de los pies, ojo separado. Así, la impersonalidad de la deixis genera una carencia, un hueco, pero ese hueco es un órgano a través del cual las distancias son fecundadas –te soñé y después durante todo el día fue el trabajo, mi tiempo. De una manera similar, la oración pasiva es deixis en tanto que impersonalidad, la impersonalidad de lo que regresa y escucha, porque tuve un hermano tantos años mayor que yo, un hermano que quizá acaba de ser asesinado. El participio, forma verbal de la oración pasiva, es la acción de recibir, la no acción; en ocasiones el participio puede adquirir la función de un adjetivo, o al menos su apariencia, pues mientras que el adjetivo adquiere su precisión en la escultura griega, el participio es la intuición de aquellas piezas antropomorfas pre-colombinas, planicie y maíz, mitades. La oración pasiva, deixis e izquierda, impersonalidad, es un rostro de perfil, el rostro amado en cuyo hueso de la nariz, curvatura, reside lo sagrado –olfatear es haber sido, la gloria de la división, y pariré.
En cada hombre hay algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hombre, simplemente.
Ahí
va un transeúnte por la calle, tiene los brazos largos, los
ojos
azules, un
espíritu por el que pasan pensamientos que ignoro, pero que
quizá sean
mediocres.
Ni
su persona, ni la persona humana en él, es lo que para
mí
es sagrado. Es él. Él
por entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. No
atentaré contra
ninguna de esas cosas sin escrúpulos infinitos.
(...)
En los que han sufrido demasiados golpes, como los esclavos, esa parte
del
corazón a la que el mal infligido hace gritar de sorpresa
parece
muerta. Pero
jamás lo está del todo. Tan sólo ya no
puede
gritar. Se mantiene en un estado
de gemido sordo e ininterrumpido.
Pero
incluso en quienes el poder del grito está intacto, ese
grito no
consigue
expresarse hacia dentro ni hacia afuera con palabras seguidas. Lo que
sucede a
menudo es que las palabras que intentan traducirlo suenan completamente
falsas.
Ello
es tanto más inevitable cuanto que aquellos que
más a
menudo tienen ocasión de
sentir que se les hace un daño son los que menos saben
hablar.
Nada más
horroroso, por ejemplo, que ver en un tribunal a un desgraciado
balbucear ante
un magistrado que lanza ocurrencias graciosas en un lenguaje elegante.
(...) La persona no es lo que
proporciona este criterio. El grito de dolorosa
sorpresa que infligir un mal suscita en el fondo del alma no es algo
personal.
No basta con atentar contra la persona y sus deseos para hacerlo
brotar. Brota
siempre a causa de la sensación de un contacto con la
injusticia
a través del
dolor. Constituye siempre, tanto en el último de los hombres
como en Cristo,
una protesta impersonal.
Muy
a menudo se alzan gritos de protesta personal, pero estos no tienen
importancia; se puede provocar tantos como se quiera sin violar nada
sagrado.
Lo
que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que en un ser humano es
impersonal.
Todo
lo que en un hombre es impersonal es sagrado, y sólo eso.
(...)
La ciencia, el arte, la literatura, la filosofía, que tan
solo
son formas de
realización de la persona, constituyen un dominio en el que
se
llevan a cabo
logros espectaculares, gloriosos, que hacen vivir a algunos hombres
durante
miles de años. Pero por encima de ese dominio, muy por
encima,
separado de él
como por un abismo, existe otro en el que están situadas las
cosas de primer
orden. Esas son esencialmente anónimas.
Es
puro azar que el nombre de los que allí han penetrado se
conserve o se haya
perdido; incluso cuando se ha conservado, han entrado en el anonimato.
Su
persona ha desaparecido.
La
verdad y la belleza habitan ese dominio de las cosas impersonales y
anónimas.
Es él el que es sagrado. El otro no lo es, o si lo es, es
sólo como podría
serlo una mancha de color que, en un cuadro, representa una hostia.
[Simone
Weil]
Lo sagrado es el amor de la
distancia,
una forma de recordar que supone la multiplicación del
cuerpo,
pasión del
número. El mayor acto sagrado es señalar con la
mano,
bautizo de lo dejado
caer, y de ahí la similitud entre los números y
la
palabra deíctica. La pintura
de iconos, pintura de la impersonalidad sagrada, es una llave que
cierra los
números y al cerrarlos nos sitúa junto a ellos,
número cuatro –los
ojos del pantocrátor repiten
“suyo” y “suyo” es el amparo de
mi mano en tu
pelo, lo que volverá a ocurrir,
tres quintos, tres sextos, el tres, el cuatro.
Lo sagrado, nuestra
impersonalidad, es la autenticidad del hombre, retrato de la anciana y
del
cabello, entendiendo por autenticidad aquello que esbozó
Heidegger en Ser
y tiempo, en palabras de Gianni
Vattimo: Trátase de una
precomprensión que surge de alguna manera de la cosa misma:
no
evidentemente en el sentido de que la cosa se dé de
algún
modo como simple
presencia, sino en el sentido de que la comprensión que
realmente abre al mundo
es nuestra relación concreta con la cosa.
(…) Este
experimentar nunca se entiende principalmente como
encuentro de un
sujeto con un "objeto", sino que se lo entiende como una
relación más
compleja.
La relación
concreta con la cosa no es la
definición de la cosa,
su individualidad, sino la sensación, la entrega de nuestra
habla, aquellas
sensaciones térmicas de André Du Bouchet. No es
casualidad que los verbos de
tiempo como “llueve”, “hace
frío”,
“es de noche”, sean verbos impersonales,
deícticos: el cerco semántico de estos verbos es
imposible, pues nadie llueve,
únicamente la lluvia cayó sobre mi casa,
mojó la
ropa tendida, mojó al gato,
fue la humedad y el olor de la tierra, fuera de mí y a
mí, lo sagrado. El verbo
“llover” o la fórmula “es de
noche” son
la autenticidad, el mito, no el
individuo ni tampoco la colectividad sino el mito. Los mitos dicen
“ahí ocurre”
y señalan, nos señalan. Yo me parecí a
mi madre
como un amor que busca, máscaras
rituales que exageran el gesto para que en el despojamiento nos
volvamos
gruesos, troncos de árboles cortados y cada circunferencia,
ahí ocurre.
Si en efecto nos planteamos el problema de los orígenes y la razón de ser (o la necesidad primordial) del teatro, encontraremos metafísicamente la materialización o mejor la exteriorización de una especie de drama esencial, y en él, de una manera a la vez múltiple y única, los principios esenciales de todo drama, orientados y divididos, no tanto como para perder su carácter de principios, pero sí lo suficiente como para contener de manera esencial y activa, es decir plena de resonancias, infinitas perspectivas de conflicto. Analizar físicamente un drama semejante es imposible y sólo poéticamente, y sirviéndonos de cuanto pueda haber de comunicativo y magnético en los principios de todas las artes, es posible evocar, por medio de sonidos, músicas y volúmenes, dejando de lado todas las similitudes naturales de las imágenes y de las semejanzas, no ya las direcciones primordiales del espíritu, a las que nuestro excesivo intelectualismo lógico reduciría a inútiles esquemas, sino estados de una agudeza tan intensa y absoluta que más allá de los temblores de la música y la forma se sienten las amenazas subterráneas de un caos tan decisivo como peligroso.
Y ese drama esencial,
lo advertimos
claramente, existe, y está hecho a imagen de algo
más
sutil que la Creación
misma, que ha de representarse como el resultado de una
única
voluntad; y sin
conflicto.
Es necesario creer que
el drama
esencial, la raíz de todos los grandes misterios,
está
unido al segundo tiempo
de la creación, el de la dificultad y el Doble, el de la
materia
y la
materialización de la idea.
Parece en verdad que
donde reinan la
simplicidad y el orden no puede haber teatro ni drama, y que el
verdadero
teatro, como la poesía, pero por otros medios, nace de una
anarquía organizada,
luego de luchas filosóficas que son el aspecto apasionante
de
estas
unificaciones primitivas.
Ahora bien, estos
conflictos que el
cosmos en ebullición nos ofrece de un modo
filosóficamente distorsionado e
impuro, la alquimia nos lo propone como intelectualidad rigurosa, pues
nos
permite alcanzar una vez más lo sublime, pero con drama,
tras un
desmenuzamiento minucioso y exacerbado de toda forma insuficientemente
afinada,
insuficientemente madura, ya que de acuerdo con el principio mismo de
la
alquimia el espíritu no puede tomar impulso sin haber pasado
por
todos los
filtros y fundamentos de la materia existente, y haber repetido esta
tarea en
los limbos incandescentes del porvenir. Diríase que para
alcanzar el oro
material, el espíritu ha debido probar primero que era
merecedor
del otro oro,
que sólo ha obtenido, que sólo ha alcanzado
cediendo a
él, aceptándolo como un
segundo símbolo de la caída que debió
experimentar
para redescubrir luego en
una forma sólida y opaca la expresión de la luz
misma, de
la rareza, de la
irreductibilidad.
La operación
teatral de fabricar oro,
por la inmensidad de los conflictos que provoca, por el
número
prodigioso de
fuerzas que opone y anima recurriendo a una especie de
redestilación esencial,
desbordante de consecuencias y sobrecargado de espiritualidad, evoca
finalmente
en el espíritu una pureza absoluta y abstracta, a la que
nada
sigue, y que
podría concebirse como una nota única, una
especie de
nota límite, atrapada al
vuelo: la parte orgánica de una indescriptible
vibración.
(…)
Aparte de la prodigiosa matemática de este
espectáculo,
lo que nos parece más
sorprendente y admirable es ese aspecto de la materia como
revelación, de
pronto desmenuzada en signos que nos muestran en gestos perdurables la
identidad metafísica de lo concreto y lo abstracto. Pues
aunque
estemos
familiarizados con el aspecto realista de la materia, aquí
aparece elevado a la
enésima potencia, y estilizado definitivamente.
[Antonin Artaud]
La verdad es la
máscara, deixis del rostro, y no el
desenmascaramiento.
Los ritos son espectáculos teatrales porque
celebración,
verbo impersonal, es
el encuentro entre el espectador y el actor. Por eso hay una
inmoralidad en
querer hacer del teatro un género literario. El
género
literario, todo género
literario, es riqueza, abundancia de lecturas comparadas, mientras que
el
teatro es el gordo y el flaco, una broma tan antigua que
sólo
puede ser revelación
en la pobreza de la escena. Así, encontramos los ejercicios
físicos de Artaud o
de Grotowski, ejercicios de empobrecimiento: abrir la laringe para que
todo sea
aire y espacio, trazar una “O” con los labios tan
“O” que el rostro sea un
atrás, hacer el pino como forma de desarrollar un
pensamiento.
El amor es
teatral y lo es por toda la verdad y pobreza que es el amor, y por ello
–te
dije– tenemos hijos, incluso aunque yo no pueda tenerlos,
sé que no puedo
tenerlos y los tengo, están allí,
allí, hace
frío, tengo hijos porque mi madre
tuvo hijos, mis hermanos y todos los hermanos de los cuentos populares
y de los
mitos, los hermanos de José, los hermanos de Pulgarcito. El
hermeneuta de
riñones doloridos se caracteriza por una nariz grande,
torcida y
huesuda. Leer
de perfil y Dios.
EL BÚFALO DE AGUA
Cuando era niño, un gran
búfalo de agua vivía en el solar vacío que estaba
al final de nuestra calle, el que estaba lleno de hierbas que nunca
nadie cortaba. Dormía casi todo el día e ignoraba a
quienes pasaban por delante de él, a menos que se nos ocurriera
detenernos y pedirle una dirección. Cuando eso ocurría,
se nos acercaba lentamente, levantaba la pezuña izquierda y
señalaba la dirección correcta. Sin embargo, nunca
decía qué señalaba, o hasta dónde
debías caminar, o qué se suponía que debías
hacer allí. De hecho, nunca decía nada porque los
búfalos de agua son así, detestan hablar. Todo eso era
demasiado frustrante para la mayoría de nosotros. Cuando a
alguien se le ocurría “consultar al búfalo”,
nuestro problema ya solía ser urgente y requería una
solución simple e inmediata. Al final dejamos de ir a verlo y
creo que poco después se marchó. En el solar sólo
se veía hierba alta.
Y es una pena, la verdad, porque cada vez que habíamos seguido su pezuña puntiaguda habíamos quedado sorprendidos, aliviados o encantados con lo que habíamos encontrado, y cada vez nos hacíamos la misma pregunta: ¿cómo lo sabía?
[Shaun Tan]Y es una pena, la verdad, porque cada vez que habíamos seguido su pezuña puntiaguda habíamos quedado sorprendidos, aliviados o encantados con lo que habíamos encontrado, y cada vez nos hacíamos la misma pregunta: ¿cómo lo sabía?
http://revistakokoro.com/deixisfantasma.html
pepe
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