Para cuando terminen el montaje, ya estaré muerto,
confiesa mientras te sientas junto a su cama, en su habitación del hospital de
Ivry-sur-Seine. Se ha incorporado para seguir en TF1 un reportaje sobre una
estación espacial que, aunque incompleta, orbita ya en torno a la Tierra. Las
imágenes en blanco y negro, las líneas horizontales y temblorosas con las que
se conforma la figura de un astronauta que, muy lentamente, como si fuera un
insecto de otro mundo, transporta una antena, no consiguen imponerse al rostro
de Perec reflejado en el cristal del televisor. Te sorprenden el tamaño de sus
orejas y las verrugas de sus mejillas, acentuadas por la delgadez, la forma
redondeada que ha cobrado su cabeza desde que faltan en ella las habituales y
canosas melena y perilla, marca de la casa.
Fíjese, te dice mientras te estrecha la mano, me
hubiera gustado escribir ciencia ficción. Perec y la ciencia ficción, el alma y
la tecnología, ¿se imagina? Lo sé, confiesas; se lo escuché a usted en una
entrevista radiofónica; es una de las treinta y siete cosas que usted querría
hacer antes de morir. La número treinta, para ser exacto. Perec ríe, pero la
risa es interrumpida por una tos vehemente. Da la impresión de que su caja
torácica estuviera a punto de romperse. Apartas el rostro en muestra de respeto
y devuelves los ojos a la pantalla del televisor, donde, muy despacio, y entre
nieve e interferencias, el astronauta acopla la antena a un módulo de la
estación. ¿Sabe que alrededor nuestro hay un cinturón de chatarra tecnológica?
Basura espacial, dice una vez recupera el resuello, piezas de cohetes y de
satélites, restos de pintura, tuercas, ese tipo de cosas. Luego señala al
televisor; van demasiado lentos, dice apuntando a los astronautas. No podré ver
la estación terminada. Tampoco podré terminar mi novela.
Pero al decirlo, y aunque la señala con el dedo, no
mira la pantalla sino el cristal de la ventana a su derecha como si por él, en
lugar de simples gotas de lluvia, corrieran las más vibrantes energías de la
historia de la humanidad, los hilos de las moiras, la fe infantil perdida.
Perec mira el cristal como si buscara en él una experiencia completa y cabal
del tiempo, y a ti te parece que hay una paradoja en ello: el autor que con más
talento ha retratado los espacios tiene ahora que enfrentarse a las
servidumbres del tiempo y a la principal de todas ellas, el agotamiento de su
plazo aquí, en el mundo.
Para rescatarlo de su abstracción, le entregas tus presentes. Traes bajo el
brazo un cartón de Gauloises que los médicos no le permitirán fumar. Traes una
bolsa con cuartillas, bolígrafos, una revista de crucigramas, un ejemplar de Les choses para que te lo dedique. Él
traza una sonrisa pícara al ver el cartón de cigarrillos: mataría por fumar uno
de estos, te dice. Para eso los has traído: no son un regalo, son un soborno.
Luego devuelve la mirada a la ventana como si quisiera
apartar la tentación o acaso rastrear, de nuevo, el curso de las gotas de
lluvia, auténticas partículas de tiempo que se deslizan con tanta morosidad que
hacen pensar en la vida eterna. Junto a ella, y próximo al teléfono mural, hay
un cuadro que encaja a la perfección con un párrafo de La vida: instrucciones de uso, un paisaje
marítimo con una perdiz en primer término, «encaramada a la rama de un árbol
seco, cuyo tronco retorcido y atormentado surge de una masa de rocas que se
ensanchan formando una cala espumeante».
Supones que la imaginación de Perec habrá transitado
ese paisaje cientos de veces desde su ingreso hospitalario. Mirar. Inventariar.
Describir. Poner a salvo del tiempo. No es bueno morir aquí, tan lejos del mar,
te dice. Te pregunta cómo has conseguido colarte; en recepción tuviste que mentir
asegurando que eras familiar de Georges Perec. A su manera, esta afirmación es
cierta. Eres lector de Perec, esas son tus credenciales, ese es tu grado de
consanguinidad. Pero intenta explicarlo en recepción. E intenta explicarles que
has venido a salvar a Perec.
Cómo puede morir alguien como él, alguien que ha
dedicado su existencia a registrar hasta las cosas más insignificantes, alguien
que, al consignarlas, ha querido poner a salvo hasta el último billete de
metro, hasta el último paquete de Gauloises que arrugó y tiró a la papelera, el
ticket de cada película que viajó desde el bolsillo de su abrigo hasta el cubo
de basura. Yo también escribo, confiesas algo turbado. He venido por eso: el
tabaco es solo un soborno. Tomo notas. Pongo las cosas a salvo. Porque escribir
es eso, ¿no? Escribir ¿no es una manera de ponerlo todo a salvo, de colocar
cada cosa a una altura, como en estantes? No, eso es el lenguaje, el lenguaje
en general, responde con una voz ronca y cansada. El lenguaje es espacio. Y el
espacio es presente. Inventariar las cosas las pone a salvo del tiempo, las
vuelve a todas contemporáneas, las coloca en la misma línea. En un aquí y
ahora. Hic et nunc.
Luego hace una pausa y sonríe, como si le avergonzara
haber picado en alguna suerte de trampa. Conque a salvo del tiempo..., ironiza.
Y tú te preguntas si la inmortalidad no será, simplemente, un juego de
palabras. Pero no te atreves a formular esta nueva cuestión en voz alta. El
silencio incómodo es roto por la irrupción de una enfermera que revisa otro
instrumento para medir el tiempo: la botella del suero intravenoso. Le toma la
tensión al paciente, le coloca un termómetro. Le pregunta si está todo bien. No
responde. Perec sigue contemplando el cristal, como si no estuvierais. La
enfermedad, piensas, es un monólogo.
Tampoco le presta atención a los regalos. Vive
encapsulado en el tiempo que le queda. Te cuenta que por las noches apenas
consigue dormir. Escenifica para ti las posiciones del insomnio, cómo se abraza
a la almohada como si fuera un tronco en un río, cómo busca después alguna
parte de la cama que no esté ya tibia, y es, dice, como buscar una latitud sin
exploradores, una latitud que ningún pie humano hubiera hollado con
anterioridad. Imposible. Apenas un minuto y la sábana ya tiene la huella, la
maldición tibia del cuerpo. No quedan territorios vírgenes en esta cama, dice.
Te explica cómo vuelve otra vez al tronco de su río, a
su almohada, pero entonces ya no es el tacto de la sábana lo que le molesta, lo
que le hace sudar, sino el de un muslo con otro muslo. Tenderse boca arriba
para abrir las piernas, y entonces la incomodidad de la nuca, incompatible
también con el sueño. Hay cuatro posibilidades: espalda o pecho, un costado u
otro. Hay cuatro direcciones en el insomnio. Alternarlas durante horas sin
pensar en el cuerpo. Porque el cuerpo es inteligente y, si sabe que estás
pensando en él, su sensibilidad se agudiza, las molestias y la temperatura, el
pulso y los latidos del corazón. Un hombre
que no duerme.
Luego se incorpora, tose, camina encorvado hasta el
televisor arrastrando la percha del suero y enredando la sonda en su brazo. Te
levantas y lo acompañas por si fuera necesaria tu ayuda. Él gira el
potenciómetro y apaga el aparato de televisión, y queda un punto blanco en el
centro de la pantalla -morir ¿será algo parecido?-. Toma un bolígrafo y te
firma tu ejemplar de Les choses.
Luego abre su taquilla y rebusca algo en los bolsillos de su gabardina. Caen de
ellos papeles, envoltorios de caramelos, un lápiz. Para haber dedicado su
existencia a consignar por escrito los objetos cotidianos, Perec no es un hombre
muy organizado. Sus bolsillos son un galimatías de billetes de metro arrugados,
monedas, viejos tickets de compra, el forro de plástico de una cajetilla ya
gastada.
El orden supremo no es el de las cosas, sino el de las
ideas, dices en voz alta. Pero él no presta oído a tu consideración.
El orden
que Perec ha conquistado es el orden del negro sobre blanco. Ha puesto muchas
cosas por escrito y todas ellas le sobrevivirán. Así consideradas las obras,
como restos de un salvamento, el escritor es un puro anacronismo, pues las
palabras sobreviven, mientras que todas las gramáticas, las estructuras que ha
aprendido a lo largo de la existencia, las películas que ha visto y que viven
en alguna de las circunvoluciones de su cerebro, todo ello está abocado a desaparecer.
Su conciencia será la obra inacabada de una vida. Tal vez por eso Perec ha
escogido escribir una obra inacabable, una obra que puede acumularse como se
acumulan los palés de los almacenes de mercancías y que, con independencia de
la fecha de su muerte, estará tan inconclusa, o tan terminada, como lo puede
estar una torre de latas de conservas. Solo así puede uno marcharse de este
mundo con la sensación de misión cumplida. Sin nostalgia.
Finalmente da con la que buscaba en el abrigo: un
encendedor. Y después celebra el hallazgo, en un arrebato que te toma por
sorpresa, bailando un momento con la percha del suero como si la percha fuera
una mujer invisible. Es un paso sencillo, un pequeño giro de talón seguido por
el giro de las ruedas de la percha, pero también un instante mágico y una broma
descarada en las inmediaciones de la muerte, rebosante de dignidad, y es
también un flanco por el que puedes entrar a su espíritu. Te armas de valor. He
visto que hay una mesa de ping-pong junto a la planta de psiquiatría, le dices.
Sé de buena tinta que le gusta el ping-pong. ¿Quiere que juguemos una partida?,
y él te mira espantado. ¿Jugar al...?, ¿ha perdido usted el juicio? Si apenas
puedo dar tres pasos. Y camina, lentamente, de vuelta a su cama, arrastrando
tras de sí la percha del suero. Parece que toda la energía disponible para hoy
ya ha sido invertida.
Tras quitarse la bata, colgarla en una silla, meterse
en la cama de nuevo, comprueba, perplejo, que sigues allí, de pie junto al
teléfono mural y al cuadro del paisaje marítimo. Bien, dice mientras se
recuesta, ya le he firmado su ejemplar. Ahora puede marcharse, y te da la
espalda. No, mejor quédese, dice volviéndose de repente. Si vuelve la
enfermera, dígale que el cigarrillo es suyo, dice abriendo el cartón de
Gauloises. ¿No será usted el psiquiatra? ¿Perdón? El psiquiatra del hospital.
Te cuenta, mientras retira el precinto de una de las
cajetillas, que acudióa la consulta de un psicoanalista hace muchos años. Pero
que está seguro de que aquello no llegó a proporcionarle ninguna liberación. La
psiquiatría no sirve para nada, te dice. Yo me tumbaba y hablaba, suspira. Pero
hablar es solo hablar, nada más. No, no soy el psiquiatra, respondes. Te
percatas de que la flaqueza, la palidez, el cráneo afeitado, subrayan su casi
imperceptible estrabismo. ¿Es este el mismo hombre que escribió Las cosas, La vida: instrucciones de uso, La
desaparición...
Yo hablaba y hablaba tumbado en el diván y, mientras
lo hacía, examinaba las pequeñas grietas, las molduras, las manchas, un insecto
aplastado, el polvo de la lámpara. Y mi pensamiento podía entonces detenerse en
aquellas pequeñas cosas sin miedo, sin el sentimiento de que era tiempo
desperdiciado, energía desperdiciada. Pero ahora no puedo, te dice haciendo girar
un cigarrillo entre sus dedos. Para un moribundo, el tiempo no significa lo
mismo. Es una posesión que no se puede dilapidar y todo, absolutamente todo,
cuenta. Incluso los pensamientos y los recuerdos en los que valdrá la pena
detenerse y los que no. Le repites que no eres el psiquiatra del hospital, que
solo eres un lector. Bien; entonces, ¿qué es lo que quiere usted?
Tengo coche, ¿sabe? Bueno, no es mío, aclaras; he alquilado un Peugeot para
venir desde París. Tenemos cigarrillos, tenemos cuartillas, tenemos bolígrafos,
tenemos una revista de crucigramas, tenemos gasolina —Ha perdido usted el
juicio—.
Le explicas que en nueve o diez horas podríais llegar
a la Provenza, y que, cerca de la frontera con Suiza, hay un pueblecito llamado
Sainte-Agnès, que es el más alto de Francia, y que, además, se asoma al
Mediterráneo, y que, por lo tanto, allí se respira el aire más fresco de
Francia. Sin detenerse son diez u once horas de trayecto —Está usted loco—, un
paisaje asombroso, parcelas cultivadas y parcelas en barbecho, viñedos, la
geometría verde y amarilla de la agricultura, el sol en lo alto, rodeado de
nubes como una moneda en una caja de algodón, maquinaria agrícola, vacas, châteaux rehabilitados que, de manera
esporádica, aparecen a un lado y otro de la carretera —completamente loco—, y,
al fin, los Alpes, al fondo, la humedad del Mediterráneo próximo, las casitas
como si colgaran del aire, asomadas al verde, callejuelas de suelo y escaleras
empedrados, tiempo para escribir, tiempo para ganarle tiempo al tiempo, un
viaje de purificación, una quijotesca y última aventura, mientras los
astronautas, a varias millas de nuestras cabezas, colocan las últimas piezas de
esa estación espacial que usted no verá terminada —Definitivamente: deberíamos
llamar al psiquiatra del hospital—. Y, además, le dices, se puede fumar en mi
coche.
Y entonces Perec se queda congelado, como si el tiempo
contuviera la respiración, y después rompe a reír, rompe a reír a carcajada
limpia; los dos lo hacéis; los dos reís sin saber muy bien por qué, para qué, y
te preguntas si no será esta la forma suprema de la risa, la forma suprema de
la comunicación, limpia, perfecta.
En route! Te dice mientras lo
acomodas en el asiento del copiloto, le pones el cinturón de seguridad, una
bufanda...
Mario Cuenca Sandoval
pepe
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