Una de esas noches fue cuando la conocí. Del salón, en el ángulo oscuro,
se me revelaron sus incontestables curvas y el brillo violeta de sus
ojeras. Se me acercó fumando un cigarrillo turco y echando hábilmente el
humo por su boca en forma de órbitas concéntricas. Ella iba de azul,
los alemanes iban de gris y yo llevaba un casual traje de lino blanco y
un sombrero panamá que, francamente, me quedaban muy bien. Hubo una
corta presentación en que nos intercambiamos las tarjetas y un largo
interrogar de miradas. Entonces le dije que ése no era sitio para ella,
princesa, y que mejor salir fuera a caminar. Y salimos a caminar a los
bosques de Viena en otoño.
Caminamos lentamente y hablamos de Ray Bradbury y de Philip K. Dick, al
compás de la hojarasca que crepitaba, sinfónica, bajo el punteo
distraído de los tacones de sus botines negros. Ya llevábamos caminando
varias semanas por los bosques de Viena en otoño, cuando tomé sus manos y
le dije que tal vez sería buena idea ir en busca de alguna alcoba para
ejercer mutuamente la posesión de nuestros cuerpos. Le dije también que
yo, hombre muy leído, conocía un sinfín de posturas amatorias con las
que ella nunca había soñado siquiera. Ella me contestó que sí, que las
conocía de sobra las tales posturas, pero que no podía ser mía. Y me
confesó su gran secreto. Me refirió que ella era, en el fondo, un
androide creado por el malvado Giorgie Dann, científico loco que
fabricaba autómatas en forma de mujer y las esclavizaba, obligándolas a
bailar en bikini en torno a una barbacoa, de acuerdo con un arcano
ritual para dominar el mundo.
Ella, sin embargo, había logrado romper su
programa y se había fugado. Pero tenía que regresar a donde estaba
Giorgie Dann, a su torre terrible de purpurina, para que le revelase de
una vez el secreto de su existencia o, si no, matarlo y, de paso, salvar
al mundo. Yo pensé entonces en lo injusto del mundo, en las
singularidades del espacio-tiempo, y creí oportuno sacar mi violín de su
estuche e interpretarle el primer movimiento del concierto que estaba
escribiendo. Ella bailó tristemente para mí, sobre la hojarasca, bajo la
ausente mirada de las estatuas de los reyes godos.
Luego seguimos caminando en silencio, y llegamos al Café Gijón, donde
servían ya el desayuno. Yo sabía que había un avión que calentaba sus
motores ahí fuera, para arrebatarla de mí. Le pedí que no tomara ese
avión. Ella no articuló más palabras, tan sólo mojaba, gravemente,
pensativa, la magdalena en el café.
Fuera, los dioses llegaban ya cabalgando desde el oriente, furiosos y
vengativos, y traían la aurora del último día en el mundo, enrojecida de
sangre, como una bombona de butano.
Cuando aparté la mirada del cristal, reparé en que estaba solo, con mi sombrero panamá.
Cuando aparté la mirada del cristal, reparé en que estaba solo, con mi sombrero panamá.
Juan Manuel Macías. Las diosas y las nubes.
pepe
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